Un régimen que criminaliza la protesta social y que en su respuesta a la misma suma un reguero continuo de violaciones sistemáticas a los derechos humanos. Un régimen que ha añadido a la represión policial, que causa ya decenas de muertes, cientos de asesinados y miles de detenciones, nuevas formas de terror contra la población. Se generalizan así las desapariciones de manifestantes jóvenes que, semanas después, van apareciendo con signos de torturas y baleados en campos y cunetas; se cuentan también por decenas las personas que reciben disparos en los ojos, quedando de esta brutal manera marcados para el resto de sus vidas. Pero este es un régimen que también hace uso de las violencias machistas como herramienta para la represión social y se cuentan ya por decenas las mujeres jóvenes que han sido secuestradas y violadas por elementos policiales, llevando a alguna de ellas al suicidio.
Leyendo el párrafo anterior es posible que algunos se hayan situado inmediatamente en Venezuela. Una más, habrán pensado, del bárbaro régimen bolivariano que lleva años reprimiendo a la democrática oposición y sosteniéndose en su tiránico poder (esperamos se entienda la ironía).Al fin y al cabo, esto es lo que llevan años contándonos, y por lo tanto moldeando así la opinión pública, desde las tribunas mediáticas que controlan las élites económicas y políticas de Europa y América. En ese continente Venezuela encarna el mal y tiene su antónimo en el país vecino: Colombia, quien es suma de los valores de la democracia y el respeto más escrupuloso a los derechos humanos. Donde no hay intereses oligárquicos ni mezquinos que, desde posiciones ultraderechistas, sigan pugnando por enterrar el fallido proceso de paz, por estigmatizar a la población indígena, afro y campesina desde evidentes posiciones clasistas y racistas, estén detrás de la muerte de cientos de liderazgos sociales o sean la razón, con sus políticas económicas, del continuo empobrecimiento de la mayoría de la población colombiana que se ve abocada a mal vivir en su propio país o emigrar en busca del inexistente paraíso donde, por lo menos, quizá le respeten la vida.
Pero, dejemos de lado el sarcasmo y la ironía. La situación en Colombia es escandalosamente grave y este país ya no se puede clasificar ni tan siquiera como democracia de baja intensidad. Sabemos que su gobierno, así lo ha sido durante décadas, está protegido por los intereses geoestratégicos norteamericanos y europeos, que le permiten desarrollar una política de tierra quemada contra su propia población. No pretendemos entrar en una reiterada revisión de las causas más visibles de la protesta social, aquellas que tienen que ver con un nuevo intento por hacer pagar más a quienes menos tienen, mientras los que más tienen siguen engordando unas cuentas de beneficios que les permiten pasear el país en helicóptero o hacer las compras en Miami. Tampoco revisaremos las causas menos visibles, aquellas que se refieren a un régimen oligárquico que durante décadas ha respondido a una concepción patrimonial del estado, que hoy combina con los dictados más ortodoxos del modelo neoliberal. Sobre todo ello se ha escrito ampliamente en estas semanas, y se seguirá escribiendo en las venideras.
Sin embargo, hacemos aquí un alegato contra la hipocresía europea, especialmente de su clase política. Una clase siempre dispuesta para la denuncia del gobierno de Venezuela, o para poner el grito en el cielo por las detenciones de golpistas en Bolivia y a hacer votos por el respeto escrupuloso a sus derechos bajo amenazas al gobierno soberano de este país de sanciones de todo tipo. Y, sin embargo, una clase política que mira sistemáticamente para otro lado mientras en Colombia la juventud sale a las calles para denunciar la falta absoluta de perspectivas, no de futuro, sino en este presente duro al que ha sido condenada sin juicio alguno. Una clase política que mira para otro lado mientras se superan los 1000 liderazgos sociales asesinados desde la firma de unos Acuerdos de Paz (2016) que el gobierno de Iván Duque incumple sistemáticamente. Clase política europea que, acompañada de la económica y mediática, mira para otro lado desde que el 28 de abril la sociedad colombiana decidió optar por la protesta sostenida y pacífica, que ha sido respondida por la represión más salvaje y la militarización del país en un no declarado estado de excepción que suspende libertades y derechos, mientras se protege desde esos cuerpos policiaco-militares a civiles armados que asesinan impunemente manifestantes en las calles.
Colombia es un país en el que, en situación de pandemia, con índices de contagios y muertes provocadas por el virus de los más altos de América Latina, la gente prefiere salir a la protesta y asumir el riesgo que ello conlleva. Como se decía en los primeros días, este es un país en el que la gente teme más las decisiones perversas del gobierno que los efectos mortales de un virus. Al fin y al cabo, Colombia es país especializado en vivir en medio de múltiples virus: el de la violencia, el de la pobreza, el de la injusticia social, el de la desigualdad, el del neoliberalismo…
Pero para Europa nada de esto es grave. No habrá grandes conciertos de música solidaria, no habrá medidas que presionen al gobierno para frenar la represión, no habrá misiones de verificación de la situación de los derechos humanos, no sea que hagan su trabajo y le digan a la vieja Europa que Colombia es uno de los países donde esos derechos son más sistemática y masivamente violados. Esto, igual no se podría seguir escondiendo, y complicaría la consideración de Colombia como un país aliado, democrático y, sobre todo, donde la internacionalización de nuestras empresas puede seguir adelante, aunque ello no deje ningún beneficio ni entienda los intereses y demandas de la población.
En este escenario, la tónica general de Europa, tantas veces escuchada y sufrida, suele ser del tipo: “expresamos nuestra preocupación por la situación”, “seguimos de cerca la evolución delos acontecimientos”, o “llamamos a un diálogo para construir consensos”. Todo, como si lo que se estuviera produciendo fuera una discusión un poco subida de tono entre vecinos. Todo, obviando que el actual gobierno colombiano está en manos de la extrema derecha que representa el uribismo, contrario a la paz y que aboga por seguir considerando Colombia como su finca particular en la que se imponen, bajo una máscara de aparente sistema democrático, medidas siempre en detrimento de la vida de las grandes mayorías del país y, cuando éstas, protestan, se las reprime a sangre y fuego. Por supuesto, el rasero que se aplica a Colombia con miles de muertos e índices de pobreza en continua progresión no tiene nada que ver con las presiones diplomáticas, sabotajes, bloqueos económicos, denuncias internacionales y toda la larga serie de acciones y medidas concretas contra, por ejemplo, el gobierno venezolano.
Colombia sigue los pasos de Israel en su grado de impunidad y violación sistemática a los derechos humanos, con la única diferencia de que, si el segundo opera contra el ocupado pueblo palestino, Colombia lo hace contra su propia población. Y Europa, esta vez sí, aplica el mismo rasero en uno y otro caso: mirar para otro lado y dejar hacer.