El silencio se instala en Bolivia y cada día se hace más impenetrable. En teoría las gentes hablan y los medios de comunicación siguen contando lo que ocurre en calles y despachos, en el campo y en la ciudad, pero el silencio se espesa hasta convertirse en algo viscoso que recorre todo el país y lo enmudece. Como antiguamente ese vuelve a ser el objetivo pretendido por quienes siempre mandaron y nunca quisieron compartir con los nadie, autoconvencidos de que ellos encarnaban el todo.
Se quieren hacer regresar tiempos pasados. Aquellos en los que uniformes y fusiles se instalaron en gran parte de los palacios de gobierno de América Latina y el silencio se imponía a gritos. Contradicción aparente entre gritos y silencio pero es que los primeros solo salían de comisarías y cuarteles para hacer que el silencio se extendiera y homogenizara todo el país. Las portadas de la prensa no hablaban, gritaban también, pues simplemente repetían lo que el alto mando ordenaba. Incluso las radios solo repetían, por lo que las ondas enmudecían. Todo era por el bien y la estabilidad, incluso por el progreso y el desarrollo del país, aunque éste se vaciara con miles de desaparecidos, asesinatos y represión.
Los lloros y lamentos se hacían en silencio, en el fondo de las casas y, quizás, en alguna parroquia olvidada. Y sin embargo, a pesar de ello, los oídos del régimen se afinaban cada vez más, penetraban hasta esos últimos rincones y hacían que las personas contuvieran la respiración para poder sobrevivir a la muerte.
Y aquella época pasada, hoy cual pesadilla, se revive en Bolivia. Cierto es que hubo un breve tiempo en el que se hablaba tanto que incluso quienes nunca hablaron tomaron la palabra. El ser y estar callado de las grandes mayorías había rasgado el silencio para dejarse oir. No importaba que mezclara castellano con aymara, o que se expresara mejor en quechua o guaraní, no importaba que hubiera ido a la universidad o que recién diera sus primeros pasos en la alfabetización. Lo que en ese breve tiempo era importante es que a los silenciados y a las triplemente enmudecidas se les empezaba a escuchar y, por tanto, removían los pilares de la sociedad colonial, patriarcal y racista. Aquella que pervivía por más de 500 años y que ni espejismos como la proclamación de la república y la libertad prometida, o las revoluciones liberales y la libertad prostituida o el desarrollo perseguido y nunca alcanzado tras la libertad cercenada habían conseguido romper. Pero el silencio que se había interiorizado durante siglos, que había calado hasta el tuétano, ahora, durante escasos catorce años se había hecho casi añicos.
Esto era altamente subversivo y demasiado peligroso incluso para el orden continental; mal ejemplo. Cómo se iba a permitir que todos y todas hablaran, expresaran sus ideas y fueran escuchadas, eso no es entendible por nadie en su sano juicio. Lo correcto es que unos pocos, cada vez menos, tengan la palabra al igual que la riqueza, porque ellos saben lo que conviene a los silenciados. De lo contrario esto sería como un gallinero y así no hay forma de crecer, desarrollarse y multiplicar los dividendos. Por eso, había que acabar con el experimento. Al fin y al cabo los ensayos mejor en las probetas de los laboratorios, sin sacarlos a la calle, que generan confusión. No sea que se acostumbren a la palabra y luego, no haya quien se la quite. Como escribió la autoproclamada presidenta del país en sus tiempos prolíficos en las redes sociales, esas que hoy le gritan lo que dice que nunca dijo, “los indios mejor en el altiplano y en la selva que en la ciudad”; es decir, los indios mejor en silencio y sirviendo que no hablando y dirigiendo sus propias vidas. Eso no es normal y atentaría contra el orden natural de las cosas y los deseos de la divinidad que es única y verdadera. Y, por supuesto, solo la autoproclamada y sus amigos civilizados pueden interpretar correctamente los deseos y conveniencias para el resto de los humanos del país, aunque tenga serias dudas de que esta cualidad, la humana nos referimos, pueda asignarse a quienes tuvieron la osadía de querer hablar.
El capital y la capital colonial, tanto la anterior a 1825 como la posterior siempre consideró al indio, y mucho más a la india, como seres con cierto atraso congénito. Seres hechos para la explotación, la servidumbre y el silencio de la no protesta. Durante siglos su destino ha sido malvivir en comunidades, trabajar las minas hasta la extenuación o sobrevivir en los barrios pobres. Mientras, quienes habían sido elegidos, decían que por dios aunque en realidad lo eran por su capacidad para imponer su dominio (cruz y espada), desarrollaban la economía del país, traían la libertad y la democracia, ambas endogámicas, pues solo a ellos pertenecía y solo ellos las podían ejercer y disfrutar.
Ahora, tras catorce años de voces diversas construyendo algo diferente, se trata de imponer nuevamente el silencio asfixiante. Pero no saben que cuando los nadie lo rompen ya nunca estarán dispuestos a regresar a ese tiempo. Recuperaron la dignidad arrancada hace quinientos años por la colonia extranjera; la misma dignidad que les prometieron hace doscientos cuando volvieron a ser carne de cañón silenciada para mayor gloria de las nuevas élites criollas y blanqueadas. El tiempo del cambio de esta última fase es tiempo para hablar, para conversar, para debatir, pero todos y todas y sin bajar la voz. En Bolivia se ha roto con los silencios impuestos y no habrá golpes en el estado que puedan volver a imponerlos. La dignidad y la palabra son valores humanos irrenunciables se tenga el color que se tenga, se pronuncien en el idioma que se pronuncien, se quiera a quien se quiera, se crea en quien se crea.
Y estos silencios rotos en Bolivia hoy se constituyen en muro frente a la imposición que se pretende. Por eso en Bolivia, a pesar de todo, se sigue hablando igual que se habla también en las calles de Chile, Ecuador, Colombia, Haití, Argentina; porque se han roto los silencios impuestos y las grandes mayorías decidieron no volver a perder la palabra.