Se debe empezar reconociendo que este texto se escribe desde una mezcla de visceralidad, enfado y el intento por mantener la razón despejada tal y como siempre es necesario para el análisis y la reflexión. Aunque muchas veces en la vida, y ésta es una de esas, todo empuja a que sea lo visceral, lo irreflexivo lo que domine el análisis.
Partimos de la constatación de que el estado no considera las violencias machistas como un asunto de máxima prioridad en sus políticas, manteniéndolas en la dimensión de un problema, condenable sí, pero limitado en el fondo a una cuestión del ámbito privado, algo menor. Posible, por tanto, de solventar con declaraciones, concentraciones institucionales y alguna campaña en la televisión a cargo de institutos diversos de la mujer. Acciones que se convierten en casi pura demagogia ante la dura evidencia del continuo aumento de las agresiones y asesinatos. En este sentido, el estado considera que las violencias machistas son una cuestión coyuntural, que tienen más que ver con la individualidad retorcida y machista de determinados hombres, que con un problema que hunde sus raíces en la sociedad y en el sistema dominante, en lo estructural por lo tanto. Lo que automáticamente, adjudicará a dicha sociedad un papel de simple, aunque indignada, espectadora pasiva ante un hecho lamentable, ante un incidente más y al estado le libra de su responsabilidad.
Sin embargo, como se suele decir popularmente la realidad es testaruda y hoy ésta nos demuestra que vivir en la ficción del reduccionismo del problema a hechos aislados no es lo mejor, especialmente para las mujeres que siguen siendo agredidas o asesinadas de múltiples formas. Así, es un hecho innegable que las violencias machistas causan de media más de una cincuentena de asesinatos de mujeres en el estado español anualmente. Además, habría que sumar al cómputo de estas violencias, lo cual no suele hacerse nunca, a todas aquellas miles de mujeres que no son asesinadas, pero si golpeadas sistemáticamente día sí y día también. Sin entrar en la más abultada estadística que saldría de un sencillo estudio de las veces que las mujeres son agredidas psicológicamente, tanto en la casa como en el trabajo, en los centros de estudios o en la calle. Un hecho más son los múltiples casos de marginación o insulto verbal que sufren muchas mujeres por el hecho de serlo. En este mismo sentido, se puede constatar la distinta vara de medir a mujeres y hombres que ocupan cargos públicos. Valga, como ejemplo paradigmático, el caso recientemente denunciado por las mujeres de la CUP (Candidatura d’Unitat Popular) en Catalunya, sistemáticamente insultadas (“putas”, “amargadas”, “mal folladas”, “feas”, “viejas”…) desde una parte importante de la clase política tradicional y muchos comentaristas en periódicos y radios, por el solo hecho de ser mujeres con ideas políticas propias, diferentes a las del sistema dominante. Insultos asociados directamente a su condición de mujeres y no al hecho de su ser o hacer político.
Todo esto evidencia la magnitud de la sistemática agresividad a la que se somete a las mujeres. No es un mero problema de cuatro locos machistas y, por mucho que esto sea el civilizado occidente, no somos una sociedad donde las mujeres vivan en igualdad y equidad; es mentira esa percepción y los hechos antes citados así lo demuestran. Y por ello, la sociedad, pero especialmente el estado debería aceptar que las violencias machistas no son un problema familiar, no es un “problemilla” casero que se soluciona con las reiteradas concentraciones de repulsa de las instituciones cada vez que ocurre un nuevo asesinato. Nos juntamos unos minutos, alguno de éstos estamos en silencio, otros hacemos declaraciones grandilocuentes a los medios, salimos en las fotos y volvemos a lo nuestro, a esa labor política cotidiana que solo se volverá a sobresaltar con este asunto ante la próxima concentración por un nuevo asesinato de otra mujer.
Pero, tratemos de ahondar un poco más. El problema no se convierte en prioritario, no es política de estado, posiblemente porque las violencias machistas no ponen en cuestión el sistema, al contrario, son resultado del mismo porque éste es patriarcal, aunque estas dos últimas características (ser sistema y ser patriarcal) se trate permanentemente de ocultar. Así, cuando el estado habla de terrorismo, rápidamente argumenta el hecho de que esa violencia pone en cuestión la democracia, el orden establecido, afecta a toda la sociedad, en suma, cuestiona el sistema, ya hablemos del político, social o económico. Ahí no hay dudas y con agilidad y resolución firme el estado analiza, propone, aprueba e implementa medidas políticas, define campañas mediáticas con los medios de comunicación, retuerce el código penal o genera nuevos planes de estudio para luchar contra dicha violencia. Todo ello, en un reconocimiento explícito de que ese terrorismo supone una amenaza para él mismo. Se siente atacado, luego se revuelve y ataca.
Sin embargo, las violencias machistas, comparten hoy en día muchas de las características con las que el estado define el terrorismo. Entre éstas, el hecho de ser violencia directa y continua, de tener intencionalidad política para mantener el sistema de dominación patriarcal, o que agrede a unas para aterrorizar y mantener el control sobre todas, induciendo mediante el miedo a modificaciones en los comportamientos. Y así, ese terror se extiende entre prácticamente la mitad de la población que no sabe cuándo podrá ser violada en un descampado, manoseada en unas fiestas, vejada en el trabajo o asesinada por su pareja. Pero este terror no cuestiona el sistema, no lo amenaza. Además, esa misma omisión de la responsabilidad política del estado y la propia cultura patriarcal, inciden también en mantener la idea en la otra mitad de la población, la de los hombres, en la consideración de que eso de las violencias machistas está mal, sí, pero no le implican directamente. Lo cual refuerza la actitud de “mirar para otro lado”, en vez de ser parte activa y contundente en la lucha contra las violencias machistas.
Pero, no sólo el estado es responsable en esta situación, aunque es importante decir con claridad que tiene la máxima responsabilidad. Los medios de comunicación igualmente, tienen un importante papel respecto a estas violencias. Mientras, por ejemplo, en muchos programas televisivos se siga presentando a los hombres como machos protectores (luego con autoridad) y a las mujeres como indefensas princesas en espera de esa protección, se mantendrá la imagen de la mujer como objeto al servicio del hombre o, en el “mejor” de los casos, en situación de inferioridad, en espera de ser protegidas por éste. De ahí, es fácil inferir que el hombre tendrá autoridad para castigar a la mujer si ésta se sale de esa norma. Al fin y al cabo, la idea no difiere tanto de la consideración y actuación que los esclavistas tenían hacia sus esclavos. Unos los “protegían”, siempre que les sirvieran, otros, les castigaban si faltaban, o les asesinaban cuando ya no les eran útiles, les molestaban demasiado o pretendían salirse de la norma establecida. Pero ninguno podía considerarles en igualdad de condiciones o con derecho a la libertad. Eso era inimaginable.
Por todo ello, y para finalizar este texto, es necesario decir, susurrar y gritar con la máxima claridad que las violencias que se ejercen contra las mujeres hoy es terrorismo machista y supone por ello mantener a la mitad de la población en un déficit evidente de derechos, por ello y por la inacción y/o tolerancia del estado. Y aunque se van dando pasos firmes, sobre todo a nivel social, para la deslegitimación más absoluta de las distintas violencias machistas, todavía queda mucho por andar, tanto respecto a la más evidente agresividad, como hacia aquellas otras violencias más sutiles que permanecen casi ocultas y no se perciben como tales (micromachismos). Y ante esta situación, el estado debería así entender las violencias contra las mujeres, como terrorismo machista, y actuar en consecuencia. Es su responsabilidad, no se puede ni se debe ignorar.