Es posible que nunca nos acostumbremos al hecho de que en estos días domina la relación telemática y desde ésta estamos construyendo nuevas formas de comunicación. Hemos descubierto en ella, entre otros, nuevos conceptos de trabajo y de relaciones personales en base a mensajes y entretenimientos diversos. Este es el marco por el que circulan también las diferentes perspectivas de futuro. Así, abundan los debates entre el convencimiento de abocarnos a una situación incierta pero desastrosa y las oportunidades que la pandemia y sus consecuencias nos ofrecen para un tiempo inmediato.
Infinidad de análisis nos colocan en un mundo en el que la economía se derrumba. Millones de personas engrosarán las listas del paro, la securocracia será el sistema que garantizará a las élites mantener su dominio y las grandes potencias renuevan sus egoísmos, desde el sálvese quien pueda, llevándonos a una nueva conflagración mundial que sería la definitiva para la humanidad. Pero siendo cierto que las perspectivas no son muy halagüeñas y que todo apunta hacia un incierto futuro esta visión, y su posibilidad real, va a depender en gran medida de quién construya esas perspectivas, y de hasta qué punto consigan convencernos de ello. No olvidemos que quién nos habla en estos días del cúmulo de desgracias que se nos avecinan son, en su mayoría, aquellos que sienten ya el hundimiento posible del sistema neoliberal. Y ahí podemos discutir ampliamente sobre si eso es una mala noticia. Pretenden, la mayoría de medios de comunicación y élites políticas y económicas, que la normalidad añorada y la promesa de la nueva normalidad que nos venden se parezcan lo más posible.
Sin embargo, nos estamos dando cuenta, sin grandes proclamas ni discursos políticos, que la privatización continua de todos los sectores de la economía y de la vida de una sociedad no trae consigo el paraíso que nos prometieron. Una pandemia nos ha hecho entender, sin profundas explicaciones, con simples comentarios en los balcones, que entregar la sanidad pública o las residencias de nuestros mayores a los mercados trae consigo la incapacidad para responder a urgencias como la que vivimos. Y que eso se traduce en miles de muertes. Las conversaciones en los balcones, que se han convertido en auténticos espacios de construcción de conciencia colectiva, nos han llevado a compartir sin sesudos análisis económicos que la deslocalización de empresas, la desindustrialización, igual tampoco es la maravillosa idea que el neoliberalismo nos vendió durante las últimas décadas. Ya sospechábamos que el objetivo era conseguir la misma producción a precios de mano de obra más barata, con lo que el objetivo real era aumentar las cuentas de beneficios de las empresas a costa de una explotación mayor de las personas. Íbamos concluyendo que traer productos de la otra parte del mundo igual no tenía ninguna lógica para una producción local, cercana, sana, y que esto no era muy bueno para el planeta por el aumento de los niveles de contaminación y expolio de los recursos naturales comunes. Pero ahora tenemos la certeza de que, además, esta organización económica planetaria nos ha llevado a cuestiones tan escandalosas como no poder hacer simples mascarillas para protegernos del virus. A no tener equipos de protección individual ni para el personal sanitario que se está jugando la vida en hospitales y residencias. Hemos asistido a una carrera estúpida entre gobiernos por llegar los primeros a la subasta de la mascarilla o de respiradores mientras los discursos de la solidaridad entre países saltaban por los aires. Y todo esto que ahora percibimos contribuye a la generación una nueva conciencia crítica respecto al sistema que nos prometían como el único posible. Nunca antes se había dado un cuestionamiento tan profundo y extendido, aunque en parte inconsciente, de algunas de las bases del capitalismo neoliberal como la privatización de todo, la deslocalización de la producción, la ley de los mercados y sus beneficios o la supeditación de la vida misma a la economía.
Pero lo anterior podríamos definirlo como el nivel macro, el global, ese que a veces lo vemos demasiado lejos pero que sospechamos que en el fondo afecta demasiado a nuestras vidas. Y sin embargo, hay otro nivel más local, más personal. Es ese que, nuevamente desarrollamos en los balcones o en las colas para la compra diaria, o el que tratamos de mantener a través de videoconferencias con amistades y familias dispersas en los respectivos encierros. En todos esos espacios y momentos también construimos nuevas lógicas sociales. Desde las que empiezan por hablar de lo macro, hasta las que nos llevan a poner el acento en cómo echamos de menos abrazos y besos. Reconocemos ahora que la pandemia nos ha colocado a todas las personas en similar situación de riesgo, pero que éste no se da en las mismas condiciones. Nos damos cuenta que ciertamente la mayoría respeta el aislamiento casero, pero que no es lo mismo mantenerlo en 45 metros cuadrados que en el adosado con jardín y piscina propia. Percibimos más las desigualdades y esto nos hace recapacitar sobre la justicia de las mismas o si lo oportuno e impostergable sería una verdadera redistribución de la riqueza para una verdadera mejora de las condiciones de vida de todos y de todas.
Por otra parte, el tiempo en nuestras casas nos está haciendo comprender que podemos vivir con menos, que vivimos con demasiadas necesidades creadas, superfluas y que así la otra pandemia, la de la destrucción del planeta a través de la crisis climática, no deja de crecer. Percibimos que la sociedad del cuanto más mejor, la del tener más, ganar más, ser más que el otro, no tiene ningún sentido, salvo la de ayudar a que las élites económicas realmente ganen más; sin redistribuir su riqueza, por supuesto.
Y por el contrario a todo ello, hay una revalorización del sentido de comunidad y de solidaridad. El individualismo capitalista nos lleva a la competencia pura y dura, pero cuando las cosas se nos complican realmente, volvemos la vista a la ayuda mutua y a lo público. Al compromiso colectivo que supone la vecina, el reponedor y la cajera del supermercado, el enfermero o la médica, la sonrisa de ventana a ventana o todas esas conversaciones que ahora tenemos, telemáticas claro, con quienes antes nos manteníamos a cierta distancia.
En suma, hay una dicotomía real por las posibles salidas de esta situación, inquietud por el mundo que nos va a venir y ya sabemos que el sistema tratará de mantenernos en situación de adormecimiento social. Pero, estamos reaprendiendo y gritando que hay alternativa, que la vida debe de estar en el centro, que ésta no puede estar al servicio de la economía, sino a la inversa. Y como señala una pintada que corre estos días por las redes sociales “el futuro no es lo que va a pasar, sino lo que vamos a hacer”.