Octubre es un mes cargado de futuro para América Latina. Las elecciones en Bolivia el pasado domingo, día 20, se han realizado entre las protestas de Ecuador y de Chile, además de entre otras que se producen las últimas semanas en Honduras o Haití y las recientes elecciones en Argentina y Uruguay. Como fácilmente podemos entender semanas de mucha convulsión en el continente latinoamericano.
Y hay una constante que atraviesa de alguna forma todos estos hechos. El agotamiento de la reimplantación del modelo neoliberal en algunos países se combina con el intento de las oligarquías por recuperar o mantener sus privilegios y poder. Las nuevas medidas privatizadores de sectores productivos estratégicos, además de otros sociales como la educación o la sanidad, de adelgazamiento y endeudamiento de los estados y de aumento de precios que repercuten en las grandes mayorías, tienen como consecuencia directa el empobrecimiento de éstas últimas. La derecha latinoamericana ansía acabar con la totalidad de proyectos de cambio progresista que durante las últimas décadas dominaron la geopolítica continental. Para ello, con la ayuda de organismos internacionales como el FMI, entraron en una dinámica veloz y feroz de estrechamiento de la democracia y de reimposición de medidas propias del neoliberalismo hasta causar el agotamiento en la capacidad de resistencia de las distintas sociedades.
Ese es el origen hoy de las protestas sociales que recorren el continente. Y es importante tenerlo presente para entender lo que en estos días acontece en Bolivia. Este país representa, en cierto modo, una isla en el panorama de la reinstalación del neoliberalismo. De alguna forma, los grandes cambios operados durante el gobierno de Evo Morales, que han supuesto una mejora ostensible de las condiciones de vida de la población, son el espejo en el que el fracaso neoliberal se ve reflejado día a día.
Los datos muestran la evidencia, en gran medida, de estos cambios. El estado recuperó el control de muchas de las empresas estratégicas que se habían privatizado, como los hidrocarburos, la electricidad, aeropuertos, telecomunicaciones y esto supuso un aumento exponencial de los recursos públicos. Los mismos, también en gran medida, se han enfocado a la disminución de la brecha de la desigualdad, llevando a cabo una redistribución de los recursos hacia los sectores más pobres. Así se consiguió que la pobreza y la extrema pobreza hayan disminuido en estos años en más de un 20%, o que la UNESCO declarara a Bolivia libre de analfabetismo. El famoso PIB, tan importante para los análisis económicos, se incrementó en más de un 4% y la economía boliviana en los trece años de gobierno progresista ha crecido de media anual casi un 5%. Datos que para sí quisieran no solo el resto del continente, sino también la mayoría de los países europeos.
Pero, complementariamente, otros grandes cambios, no económicos, se han dado en la realidad social y política de este país. El afianzamiento y extensión de la democracia participativa y comunitaria, la disminución de la desigualdad de género y generacional, el protagonismo de los movimientos y organizaciones sociales, los intentos por articular otros modelos económicos (comunitario, cooperativo) además de aquellos más propios de la globalización o la declaración de Bolivia como un estado plurinacional que, supone un reconocimiento siempre negado a la existencia y a los derechos de los pueblos indígenas. Todos ellos son avances que en estos momentos se tratan interesadamente de invisibilizar. Pero el más destacado y que incide directamente en la vida diaria de las personas es la recuperación de la identidad y la dignidad como pueblos indígenas y campesinos. Haber roto en gran medida (aunque hoy trata de recuperarse) con el racismo sufrido durante 500 años es un hecho histórico, al cual no se está dispuesto a renunciar ya nunca más.
Desde luego, es innegable que se han cometido errores en estos años y que se han generado contradicciones importantes. Para algunos, no se ha avanzado en las transformaciones todo lo rápido que se quisiera ni atacado las bases del sistema capitalista, aunque si las del neoliberalismo; para otros hay cierta desviación en los objetivos iniciales de construir un modelo de vida diferente. Desde luego encajar las políticas extractivistas, para la obtención de recursos a fin de que el estado pueda avanzar en la mejora de las condiciones de vida, con los derechos también reconocidos de la naturaleza es, posiblemente, uno de los mayores retos que afronta este proceso de cambio.
En el otro lado de este panorama se ubican principalmente los sectores que perdieron el poder político en 2005. Intentaron durante los primeros años del proceso reventar el mismo utilizando todos los medios a su alcance. El sabotaje económico, el separatismo inventado, el golpe de estado, la manipulación de los medios o el boicot al proceso constituyente fueron herramientas antidemocráticas para acabar con la nueva etapa. Su debilidad les hizo retirarse durante unos años y ahora, una vez más y aprovechando la vuelta del neoliberalismo en algunos países del continente, se presentan como defensores a ultranza de la democracia y denuncian un fraude que nadie ha probado y que los procesos de verificación desmienten de forma persistente. Cuentan con aliados poderosos como son la OEA, los EE.UU. y la misma Unión Europea que hoy hipócritamente cuestionan el proceso electoral sin prueba alguna, mientras miran para otro lado ante las masivas protestas populares en países como Haití, Ecuador o Chile, donde el modelo neoliberal se cuestiona desde sus raíces.