Hace escasas semanas el huracán Matthew cruzaba Haití, para después continuar su camino a través del oriente cubano y golpear las costas estadounidenses, y todo ello antes de su regreso y desaparición en el océano. El fenómeno natural por fin se debilitaba, pero la catástrofe humana aumentaba. Así, en este último país, el huracán produjo algo más de una decena de muertes, mientras en Cuba no hay ninguna víctima reportada. Sin embargo, Haití, nuevamente sufrió el golpe de la miseria y los primeros datos nos hablaban de más de 800 muertes, muertos sin nombres, sin fotos en la prensa. Evidentemente, a esos datos se sumaban las miles de personas heridas, el riesgo de agudización del cólera y otras enfermedades, la violencia sexual contra las mujeres y niñas y las enormes pérdidas en cosechas, ganado e infraestructuras.
De esta forma, el mundo volvía a recordar que Haití existe pero, una vez más, este recuerdo duraría unas pocas horas. Haití no es un paraíso para el turismo, tampoco tiene, aparentemente, grandes riquezas que explotar, salvo la que supone la vida humana y ésta en el sistema capitalista dominante, sabido es que vale muy poco si pertenece a las grandes mayorías empobrecidas.
Una vez más la historia se repetía y van… En 2010 el mundo se sacudía, mediáticamente hablando, al conocer que la tierra temblaba brutalmente en ese mismo país caribeño. En esa ocasión más de 300.000 muertes trajeron consigo, una vez más, grandes declaraciones de la clase política, de los organismos internacionales, incluso destacadas editoriales en los medios que comunicación. Todas ellas clamaban por la solidaridad inmediata, por la ayuda urgente a los supervivientes, por la ahora si necesaria reconstrucción de un país en ruinas. Todas ellas se fueron olvidando de Haití, una vez más, hasta que el huracán Matthew volvió a llamar a las puertas de las redacciones y despachos oficiales.
Porque Haití 2010 y 2016 no es sino un ejemplo más de un axioma, una evidencia, que no se puede seguir negando, aunque no se quiera reconocer: que el modelo de desarrollo dominante, valga decir de crecimiento, no funciona en términos de derechos ni de justicia social, tampoco en cuanto al reparto de la riqueza de una forma igualitaria, ni entre las personas ni entre los pueblos y países, haciendo crecer exponencialmente las desigualdades. Así, se impone una reflexión necesaria y una revisión de los postulados teóricos y prácticos que nos han guiado las últimas décadas. Mientras el desarrollo (el crecimiento) siga basándose en parámetros de dominación, ya sea económica, política o cultural, no tiene mayor sentido seguir trabajando por ese desarrollo y por sus iguales, aunque sea con apellidos más agradables como sostenible, sustentable… Esto solo seguirá alimentando ese sistema de dominación, generador de desigualdades, que clasifica a las personas y pueblos en base a su estatus en la pirámide social y económica.
Por eso, lo que hoy se impone es la urgencia de no seguir dando continuidad a los ensayos fracasados de las últimas décadas para mejorar las condiciones de vida y de derechos de millones de personas en el mundo. Al contrario, lo que es imprescindible ya es fortalecer e impulsar las prácticas alternativas al desarrollo que ya se llevan adelante en distintas experiencias y procesos políticos y sociales a lo largo del planeta. Evidentemente, planteamos que o se dan pasos en este sentido o se seguirá fortaleciendo, de una u otra forma, con mejores o peores intenciones, ese sistema de dominación que imposibilita la construcción de sociedades con justicia social, derechos, posibilidades de una vida digna para todos y todas y equidad real entre hombres y mujeres así como para las grandes mayorías del planeta y no solo para las minorías enriquecidas. Y, una vez más también, subrayamos que en este desequilibrio injusto hay quienes pagan un precio más alto, como es el caso de esos países más vulnerables por el desarrollo que se les impone o, en el mismo eje, las mujeres que se mantienen en una esfera evidente de subordinación en el ejercicio de sus derechos, en la vida, con respecto a los hombres, como resultado de las sociedades patriarcales que el sistema construye y fortalece día a día.
Pero para generar verdaderamente esas alternativas es necesario e imprescindible el protagonismo de la sociedad civil, mas no de esa que fomenta el neoliberalismo, la constituida por una ciudadanía apática, individualista y desideologizada. Al contrario, sociedades más justas, verdaderamente constructoras de alternativas al modelo impuesto solo serán posibles con la participación directa, exigente, consciente y colectiva de esa ciudadanía, encarnada principalmente en organizaciones y movimientos sociales de todo tipo y condición.
Y en este campo, la solidaridad y cooperación internacional sí tiene un importante rol que cumplir. Fortaleciendo las agendas y planteamientos de los movimientos sociales, demandando con firmeza el cumplimiento de cuestiones tan centrales como todos los derechos para todas y todos y en todos los sitios. Impulsando también bases para el crecimiento de la conciencia crítica de esas sociedades, las de aquí y las de allá, sobre parámetros de justicia y redistribución necesaria de la riqueza existente en el mundo, o denunciando cueste lo que cueste y en todo lugar las violaciones de los derechos no solo aquellas a cargo de agentes más o menos identificables, sino también las de instituciones locales, nacionales e internacionales, incluidas empresas transnacionales que con sus tratados de libre comercio no hacen sino aumentar la conversión de las personas y la naturaleza en una mera mercancía.
Lo contrario será mantenerse en los márgenes que impone el sistema, aquellos propios de la denominada cooperación clásica. La mayormente practicada por los organismos internacionales pero también por muchas organizaciones no gubernamentales, que entiende como suficiente el hecho de paliar en cierta medida las negativas condiciones de vida de las personas a las que se atiende, pero que, como decimos, siempre se mantendrá dentro de los márgenes del modelo de desarrollo. Por lo tanto, sin transformar los patrones de dominación, luego, agravando la dependencia y las desigualdades antes citadas. Y esto solo nos garantiza que seguiremos teniendo demasiados Haitís en los años venideros.
Por supuesto, todo este cuestionamiento a la teoría del desarrollo lo es también a los parámetros esenciales del modelo, al crecimiento ilimitado como horizonte, al individualismo como eje de vida, al consumismo como matriz económica, a la explotación hasta las últimas consecuencias de las personas y la naturaleza como medio de progreso, en suma, a las bases del capitalismo, fortalecido en las últimas décadas por los planteamientos neoliberales más agresivos aún en estos mismos campos. Y somos conscientes de la mala prensa que pueden tener ideas y prácticas alternativas como el decrecimiento en esa obsesión por el crecimiento sin fin que nos han inculcado o, en la misma dirección, teorías y prácticas como el “buen vivir”, porque también nos han imbuido la idea de que éstas son propias de pueblos poco desarrollados. Igualmente, opera en contra de estas apuestas por generar alternativas al desarrollo (y no desarrollo alternativo, es decir, seguir de una u otra forma dentro del actual modelo desarrollo como sistema) el sentimiento de vértigo, incluso miedo, al cambio, cuando nos han convertido en personas y sociedades altamente conservadoras de lo que tenemos y somos.
Pero ante todo ello el riesgo evidente que como planeta y sociedades corremos es innegable. Ya no solo es cuestión de justicia social la urgencia por transformar, por construir las alternativas, por dejar atrás el desarrollo tal y como se ha entendido, lo cual ya sería razón suficiente, sino que la propia vida está en juego. Nos acostumbran a contemplar las catástrofes “naturales” y humanas (guerras, huracanes, migraciones, terremotos, explotación laboral, empobrecimiento generalizado…) como películas de Hollywood y como si desaparecieran con la misma facilidad que apagamos el televisor con el mando. Sin embargo, en esta ocasión la ficción no es tal, hablamos de duras realidades y, además, quieren quitarnos el mando. Por lo tanto, es urgente actuar en esa construcción de alternativas, para que vida y planeta no se conviertan en variables incompatibles de una única ecuación.