“Eliminar barreras comerciales; vulnerar derechos humanos”. Pudiera parecer que al enunciar la frase anterior se establece una intencionada relación engañosa entre los apartados de la misma. Aparentemente, se podría decir que nada, o muy poco, tienen que ver las barreras comerciales, los mercados, con los derechos humanos, ya sean éstos individuales o colectivos.
Sin embargo, la globalización neoliberal que se sigue extendiendo e imponiendo en el planeta une estrechamente estos elementos. Lo hemos visto y comprobado en nuestras propias sociedades con las crisis que vivimos. Vemos como, en aras de la salida de las mismas, se incentiva permanentemente el aumento constante de la producción, de los índices de consumo, la competitividad desaforada, o se persigue el establecimiento de cuantas más empresas posibles en el entorno inmediato al precio que sea. Y todo ello, mientras se anulan derechos laborales, se recortan los sociales y políticos, o aquellos presupuestos que deberían reforzar las políticas que abordan las consecuencias más trágicas de la sociedad machista que vivimos, o mientras a nuestra juventud, y no tan jóvenes, se condena a un futuro incierto con empleos temporales y precarios que no garantizan las mínimas condiciones para una vida digna.
Luego, si la crisis y sus consecuencias directas ya nos permite ver que esa aparentemente artificiosa relación no es tal, la cuestión que ahora queremos destacar reforzará esa idea de directa y estrecha relación entre liberalización absoluta de los mercados y vulneración de los derechos humanos de las grandes mayorías.
Hablamos de los Tratados de Libre Comercio (TLC). Algunos aprobados hace más de dos décadas, como es el caso del que afecta a Norte América (TLCAN) y que incluye a Canadá, Estados Unidos y México. Otros de recientísima firma, como es el TransPacífico (TPP), que abarcará a 12 países de la cuenca de este océano. Y otros próximos como el TransAtlántico (TTIP) que ahora se negocia a puerta cerrada entre Estados Unidos y la Unión Europea. Hay un cuarto tratado más (TISA), que también se negocia secretamente entre 50 países. Como podemos suponer, todos ellos tienen a Estados Unidos como denominador común aparente y todos ellos se caracterizan por el secretismo de los términos de negociación de los mismos y por lo inconsultos que son para los distintos pueblos y países afectados.
Decimos, una vez más, aparente por que el gobierno estadounidense figura como protagonista en todos y cada uno de los acuerdos. Sin embargo, reiteramos, es pura apariencia. En realidad, el denominador común en todos los Tratados de Libre Comercio firmados o por firmar, son las grandes corporaciones transnacionales. Son ellas (sus consejos de administración y juntas de dirección) las que imponen sus términos y clausulas; son ellas las directamente interesadas y son ellas, las que por consiguiente, se están erigiendo en auténtico gobierno planetario.
Pudiera a algunos oídos sonar estas afirmaciones como de tintes apocalípticos, pero así es como se explican las negociaciones secretas, las imposiciones que van más allá de las cuestiones estrictamente comerciales como la liberalización de los mercados, la desaparición de los aranceles, etc. En realidad, las imposiciones alcanzan ámbitos tan diferentes como la eliminación de protecciones y seguridades que tienen que ver con derechos de la población a la universalización de la atención sanitaria o a la educación, o derechos a una alimentación sana y libre de transgénicos. Pero también con los ataques y presiones para reducir las legislaciones en materia de protección social, laboral o ambiental. En esta relación se debe incluir igualmente la eliminación de barreras de protección a la explotación desenfrenada del planeta y a la contaminación de éste, incidiendo en el agravamiento de problemas tan centrales hoy como es el cambio climático.
Por último, y quizás como uno de los puntos de imposición más graves, está la eliminación de la soberanía de los estados. Éstos podrán ser denunciados por las transnacionales si consideran atacados, por cualquier ley de rango estatal o inferior, sus opciones de obtención de máximo de beneficios y “sus derechos” como entidades privadas. Es decir, el interés público y social se verá sometido al privado de las grandes empresas. Y, por si fuera poco, contarán además para ello con tribunales también privados que podrán asegurar el fallo a su favor en las consiguientes reclamaciones, lo que además supondrá un paso más en la privatización de la justicia.
Nuevamente pensamos en quienes pueden acusarnos de alarmistas, y por eso citamos solo algunos ejemplos ilustrativos de hechos ya ocurridos, citados recientemente en un texto de Susan George, presidenta de honor de ATTAC-Francia y del Transnational Institute de Amsterdam. Como son “el caso de Occidental Petroleum en Ecuador, que ganó un contencioso de 1.800 millones de dólares ante un tribunal de arbitraje de tres jueces privados porque el país suramericano se negó a permitir la perforación para buscar petróleo en una zona natural protegida. Otros casos son amenazas directas a la salud pública o al deber de los gobiernos de proteger el bienestar de” la ciudadanía. “Como el de Philip Morris contra Australia y Uruguay por requerir cajetillas sin marcas y avisos ostensibles de los graves peligros del tabaco para la salud. O el caso de Veolia contra Egipto porque el Gobierno egipcio aumentó el salario mínimo”.
En suma, y como se desprende de lo planteado anteriormente, los términos de los Tratados de Libre Comercio van mucho más allá de meros acuerdos para favorecer el comercio y el desarrollo, y son una amplia relación de imposiciones que las grandes corporaciones transnacionales están definiendo, sin consulta alguna a la población, para construir un nuevo orden mundial. En éste, la democracia y los derechos humanos, en el mejor de los casos, estarían total y absolutamente supeditados a los intereses de los mercados y a la búsqueda de ese máximo de beneficios. Se anularían, por consiguiente, las capacidades de las grandes mayorías para definir su presente y se hipotecaría el futuro de las próximas generaciones a una vida digna donde los derechos humanos individuales y colectivos sean algo más que una simple declaración internacional. Se trata, en suma, de eliminar las posibilidades hacia un mundo donde la pobreza, la desigualdad y la injusticia social no sean entendidas como justificables o inevitables y pudieran ser definitivamente desterradas a favor de la mayoría de la población y no solo para una minoría enriquecida. Es cuestión de voluntad política y social; es cuestión de trasparencia y consulta a la población; es cuestión de democracia verdadera y participativa.