Silencio: la peor receta, la más inhumana, ante la llamada crisis de personas refugiadas y migraciones procedentes de Oriente Medio y de África que atraviesa hoy Europa.
«Cambia, cambia»; palabras que con reiteración se escuchan posiblemente demasiadas veces en estas semanas y en idiomas muy diversos, en miles de hogares de Europa.
Se dicen cuando al ver los informativos televisivos nos asaltan imágenes de personas refugiadas que sienten desgarrados sus cuerpos por las alambradas en las fronteras europeas, ya sea en Ceuta, Melilla, Hungría o Calais; al ver cuerpos sin vida de bebes, mujeres, hombres y ancianos al vaivén de las olas en cualquier playa de Grecia o Italia; al contemplar cómo se gasea o golpea en estaciones de tren o áreas fronterizas de Macedonia o Budapest.
Al entender, en suma, que esa realidad altera nuestra tranquilidad, nos saca del ensimismamiento de nuestras preocupaciones diarias; al comprender que no vemos imágenes en el centro de África, en Haití o en el Lejano Oriente, sino en las mismas puertas de Europa.
Cambiar el canal de televisión es un triste intento de borrar esa realidad, hacerla inexistente. Y de ahí el tránsito al silencio (cómplice) se adivina más fácil. A ese silencio que nos permite mirar a otro lado, pensar que este problema ya lo solucionarán los gobernantes europeos, aquellos que elegimos cada cuatro años para cuestiones como éstas. Porque, al fin y al cabo, no está su solución en nuestras manos, ni es nuestra responsabilidad.
Así, esos gobernantes seguirán por días y semanas discutiendo cuotas y cómo «cobrarse la solidaridad» mínima que pudieran estar dispuestos a poner en la mesa de negociaciones.
No entienden la contradicción que encierra unir la palabra cobrar y el concepto de solidaridad, tal y como reflejan las declaraciones de hace unas semanas de Mariano Rajoy: «una cosa es ser solidario, y otra es serlo a cambio de nada».
Aunque se referían a la situación en Grecia, reflejan con claridad su forma de entender la solidaridad y las relaciones humanas. También se debaten en la ambivalencia entre medidas suaves, políticamente correctas aunque inoperantes, como una conferencia europea para tratar el problema, o medidas brutales como nuevas vallas, muros fronterizos más altos o, directamente, bombardear los puertos de salida de estas personas en África.
Por eso, el silencio es la peor receta hoy ante esta situación. Permite a los gobernantes no hacer nada y seguir manteniendo una discusión aparente que lo único que pretende es defender el egoísmo de los estados europeos y no la hipotética política común y solidaria que esta vieja Europa dice defender.
Ese silencio anima también el crecimiento y envalentonamiento de las corrientes ideológicas racistas y xenófobas, caldo de cultivo no sólo de la extrema derecha, sino también de la derecha y de, incluso, alguna pseudoizquierda permisiva ante determinados discursos para ganar votos en las próximas elecciones.
Y a pesar de esto, afortunadamente, el silencio hoy vuelve a romperlo, empieza a romperlo, la solidaridad y cooperación de los pueblos. Éstos empiezan a llenar campos de fútbol o plazas de ciudades y pueblos dando la bienvenida a las personas que necesitan refugio.
Entienden que los territorios de origen han tenido que ser abandonados como resultados de las guerras o de la explotación hasta el agotamiento de sus recursos, cuyos beneficios van a manos de las élites económicas y de las clases políticas tradicionales, mayormente de origen europeo o estadounidense.
Por parte de los pueblos demuestran una vez más que entienden de contabilidad calculada, frialdad inhumana para preocuparse por cuántos podemos recoger en nuestro «cupo», y a cuántos recibimos anteriormente.
Esto es para esas élites que olvidan que los pueblos que hoy tienen que recibir personas antes fueron también emigrantes por distintas razones y que les fue tan difícil, tan doloroso, dejar sus países como hoy lo es para estas personas. Élites que no comprenden el concepto de persona y su derecho a una vida digna, pues sólo piensan en réditos económicos o intereses geoestratégicos para poder seguir manteniendo su dominio.
Hay ciudades que ante el vacío e inacción de los gobiernos nacionales y respondiendo, lo que les honra, también a esa llamada ciudadana a la solidaridad, deciden dar pasos inmediatos, reales, para establecer redes de acogida. O aprueban, a pesar de la crisis, pequeñas partidas presupuestarias y declaraciones para exigir medidas profundas más allá de los meros e interesados cálculos políticos.
Ello, haciendo realidad lo dicho en muchas ocasiones, que las políticas y acciones de solidaridad deben estar por encima de crisis económicas. Y, como subrayó hace ya muchos años un líder político latinoamericano, «la solidaridad es la ternura de los pueblos». Esperamos que este lema, así como los ejemplos y acciones que ya se dan en diferentes ámbitos, se extienda y fortalezca.
Por todo ello, nuevamente podemos afirmar que la sociedad, los pueblos, una vez más muestran su sabiduría, su ternura, y abren caminos y puertas rompiendo silencios, no cambiando el canal de televisión y aumentando la presión para que, sobre el cálculo politiquero y economicista, domine la solidaridad entre las personas y pueblos.
Porque, a pesar de lo que nos digan las élites, «todos los pueblos de la tierra son iguales desde su nacimiento, todos los pueblos tienen derecho a vivir, a ser libres y felices».
Complementemos, de forma humilde, en esta frase del líder vietnamita Ho Chi Minh, el término pueblos como referido, además de a la entidad «pueblo» propiamente, también a «todos los hombres y mujeres, todos los seres humanos» y podremos comprender mejor la fuerza de dicha frase. Sin duda alguna, lograr esa igualdad entre pueblos, entre hombres y mujeres, abriría un nuevo tiempo para este mundo.
Por último, si reconocemos que el origen de esta situación crítica está en la estructura de la organización política, económica y social del sistema dominante occidental y en su dominio y explotación ejercida brutalmente durante, como mínimo, los últimos doscientos años, sobre los pueblos africanos y asiáticos, la pregunta evidente es si pensamos que las soluciones residen en otro sitio (parches) que no sea únicamente en la transformación de esas dimensiones.
Dicho de otra forma, Europa debería eliminar radicalmente su forma de dominación e intervencionismo permanente sobre la vida social, económica y política de esos pueblos, para que realmente podamos empezar a hablar de soluciones verdaderas a ésta y futuras crisis humanas.