Algunas de las bases para sustentar esta afirmación las encontrábamos en los cambios unilaterales e inconsultos de los textos constitucionales en diferentes países europeos. También en el hecho, atentatorio contra la soberanía popular, de sustituir gobiernos elegidos democráticamente en las urnas por otros, tecnócratas les llaman, elegidos en cónclaves económico-políticos sin autoridad democrática para ello.
Constatamos y subrayamos ahora que mientras decisiones del nivel anteriormente señalado se han tomado casi en cuestión de días, sino de horas, otras resoluciones como la desaparición de los paraísos fiscales o la imposición de una tasa a las transacciones financieras, se alargan indefinidamente en el tiempo hasta que su dilación produzca su olvido. Es decir, aquellas decisiones que allanan el camino hacia lo que el poder económico ambiciona se toman de forma rápida y se trasladan a la clase política, verdadera y simple administradora del primero, para su imposición. Por el contrario, aquellas otras decisiones que pueden aumentar el control sobre esos poderes y recortárselo incluso, no se consideran de prioridad y se diluyen en interminables conversaciones sobre posibles medidas contra la crisis, sabiendo que no tienen intención alguna de tomar determinaciones en esa dirección.
Sumamos ahora un elemento más de este proceso fascistizante y también determinante del mismo: el miedo inoculado a la población. Mediante éste la sociedad asiste con, en algunos casos, aparente despreocupación, pero en los más, con hipnótica sumisión a las continuas y cruzadas informaciones sobre la crisis y las medidas consiguientes que suponen la eliminación de los derechos, sociales y económicos ahora, pronto quizá también políticos, que las luchas de los siglos XIX y XX consiguieron arrancar a las clases dominantes.
Muchos de esos derechos se han conseguido, en esos siglos, por el miedo en que se veían inmersas las clases económicas dominantes ante la disyuntiva de las concesiones sociales justas o las posibles rebeliones populares. Es esa amenaza, unida a la determinación de lucha, la que fue consiguiendo arrancar derechos fundamentales que hoy nos quitan. El giro en la situación está siendo profundo y hoy, en un vuelco de la historia, las clases dominantes han perdido el miedo, usándolo ahora como un arma en este ataque sin precedentes a los derechos conquistados.
Pero el miedo tiene otras dos dimensiones intrínsecas, como es la generación de pasividad y de fatalismo para que nada cambie sino que, en el mejor de los casos, se reforme pero sin alterar las bases estructurales del sistema dominante. Y esa reforma se orienta continuamente al aumento del poder y de los beneficios de las clases económicas dominantes. Así, en estos años de crisis, desde el 2008, hemos asistido a un proceso en el que paulatinamente, las medidas que se han tomado han sido cada vez más descaradas, más insolentes, más sin vergüenza alguna en el camino de robo permanente de los derechos sociales y laborales adquiridos.
Primero se nos decía que la crisis era coyuntural y se identificó a algunos culpables como especuladores y banqueros ávidos de aumentar sus beneficios por medio de las famosas hipotecas basura, aunque no se tomó medida alguna contra ellos. Se remarcaba al mismo tiempo que esa crisis era cíclica y nunca estructural, por lo tanto no demostraba el agotamiento del modelo y la misma se solucionaría una vez se limpiaran los activos contaminados, se sanearan los empresas inmobiliarias, de seguros y bancos y se acotaran algunas sencillas reglas de mercado para una nueva época de bonanza que pronto llegaría.
Después, ante la profundidad cada vez mayor de la recesión, se reconoció una cierta crisis del capitalismo y como se imponía la urgencia por poner coto a la excesiva e irresponsable voracidad de los mercados en su búsqueda incesante de más y más rápidos beneficios. Se empezó, tímidamente, a hablar de la conveniencia de ciertas medidas correctoras a esa acumulación de riqueza, de eliminar los paraísos fiscales, de gravar con nuevas tasas a las transacciones financieras, de…, y ahí saltó la alarma de quienes hoy se demuestran como verdaderos y facciosos poderes imponiendo el miedo a la población y controlando el sistema político.
Era fácil. Hundir a determinados países, siendo éstos los periféricos del mundo rico (Grecia, Portugal, Irlanda) para que el ejemplo fuera más contundente, haciendo nítida la amenaza permanente hacia otros, más próximos al centro de ese mundo. Surgen ahora, como de la nada, las llamadas crisis de la deuda soberana, los enormes déficits públicos y desaparecen los anteriores culpables. Los especuladores, los banqueros, las compañías de seguros, ya no están en el centro del debate, ya no son parte directa en las demandas de responsabilidades. Ahora lo son los estados y, con ello, se muestra a la clase política quien es el que manda realmente y lo conveniente que es olvidar esas medidas atisbadas, que no es que fueran a acabar con el sistema capitalista sino que simplemente querían refundarlo para mayor gloria de sí mismo.
Asistimos con cierta perplejidad a las noticias sobre el progresivo e imparable deterioro de las condiciones de vida de la población en Grecia, las dificultades para llegar a fin de mes de la de Portugal o Irlanda y solo queremos que ese vendaval que todo se lo lleva no nos alcance. Ese es el miedo introducido, acompañado de fuertes dosis de pasividad y fatalismo, que nos inmoviliza, permitiendo que los recortes de derechos sociales y laborales se nos impongan como el mal menor que nos anuncian continuamente. Son medidas duras, dolorosas de tomar para la clase gobernante, pero necesarias para crear las condiciones para salir de la crisis, se nos dice continuamente, a fin de que no protestemos, de que acatemos, de que no pensemos en otras opciones posibles.
Pero es que el poder sabe perfectamente que el miedo, además de allanar en este caso el camino al fascismo social y financiero, obstruye también las posibilidades reales para la transformación necesaria y factible del modelo dominante en su globalidad. Genera la convicción (fatalismo) de que nada se puede cambiar y que solo nos resta salvar lo posible respecto a lo que fuimos y tuvimos (personas con derechos).